El resplandor de los pabilos incandescentes de la sala iluminaba el terciopelo de sus mejillas. No había nada más hermoso allí, o en el mundo conocido. Sus ojos, del color del café, centelleaban con cada pestañeo. Iba y venía, como la ropa que se tiende al viento. Su alegría era contagiosa y su espíritu reflejaba un recuerdo de saturnalia. Giraba y retozaba en el salón, movía sus manos y sus pies con idéntica agilidad. (¡Su cabello!) Su cabello flameaba con cada paso. Él la miraba. Ella lo miraba. Se buscaban. Él se perdía en contemplación. Había desarrollado la capacidad de observarla y, a la vez, ver todo su porvenir juntos. Barajaba posibilidades, escenarios. Pero, ¿qué otra cosa podría ser la vida sino la materialización del guión de un cínico? Pero eso a él, no le importaba. Sólo quería detener el tiempo y volver eterno cada detalle de su rostro, comenzando por su cabello, su frente, sus cejas delgadas, esos ojos que sentía hundirse en los suyos; su nariz, perdida entre sus rojiz